La visión tradicional entiende a
las identidades organizacionales en relación a estructuras cerradas espacial y
temporalmente. Estructuras que no se mueven de un territorio y que no se
modifican con el tiempo o que lo hacen muy lentamente. Una fábrica, un
Ministerio o una Universidad “clásicas” podrían ser algunos ejemplos
paradigmáticos. Todas ellas organizaciones compactas, sólidas, donde las
fronteras y la relación entre los sistemas internos y externos están claramente
definidas. Donde no hay dudas acerca de lo que es y no es la organización,
donde comienza y dónde termina, quienes son y quienes no son sus miembros.
Pero las nuevas formas
organizativas propiciadas por las nuevas tecnologías tienden hacia estructuras más desagregadas, móviles, contingentes, líquidas, reticulares. Su tiempo se acelera y las permanencias e identificaciones evolucionan hacia lo contigente, cambiante, laxo. Las fronteras entre lo interno y lo externo se hacen más borrosas; resulta más
difícil distinguir, en la maraña de filiales, subcontrataciones, franquicias,
fusiones etc. dónde comienza una y dónde termina la otra y quiénes pueden ser
considerados miembros de uno u otro espacio. Si esto es cierto para las
estructuras organizativas preexistentes a la explosión tecnológica de los últimos
decenios lo es aún más en las organizaciones nativas digitales, es decir,
las que han nacido en las redes sociotecnológicas y que, por lo tanto, tienen
una urdimbre organizativa plenamente coincidente con éstas. Son nodos enredados
que tienen en la dispersión sus señas de identidad más claras. Son entidades
desterritorializadas incluso aunque sus miembros individuales puedan compartir
una misma geografía. La red misma es su territorio virtual, es decir potencial,
realizable o actualizable a partir exclusivamente de la voluntad de
conexión.
Las identidades organizacionales,
es decir, aquellas que tienen que ver con las subjetividades organizacionales,
esto es con lo que desean, piensan y sienten como “común” los individuos
que participan en esos espacios colectivos que llamamos organizaciones en un
sentido amplio, quedan profundamente modificadas por estos cambios. El mismo
sentimiento de pertenencia queda “tocado” o sencillamente debilitado. No son
tan fáciles las identificaciones y el encuentro en lo común cuando las bases
del vínculo colectivo se transforman. Pero son necesarias: ningún colectivo
social puede sobrevivir sin alguna manera de identidad compartida y de
identificación entre sus miembros. La cuestión es, entonces, ¿qué tipo o tipos
de identidades son coherentes con estas nuevas geometrías organizacionales?, ¿qué tipo de capital identitario generan y sostienen estos vínculos laxos?
Anticipándonos a lo que iremos desarrollando en próximos posts podemos decir que las preguntas más relevantes son: más allá
de la articulación tecnológica dada por descontada y cada vez más fácil ¿cómo
se articulan identitariamente los
nodos? ¿Cómo se halla lo común en las subjetividades cuando la estructura se
fracciona? ¿Cómo se equilibra la tendencia al individualismo personal y grupal
que facilitan las nuevas tecnologías? ¿Cómo se construye una cierta estabilidad
en estructuras de vínculos líquidos? ¿Cómo se sostienen los nuevos ecosistemas,
por ejemplo de emprendedores? ¿Cómo emerge el proyecto común? ¿Cómo se logra
que la identidad sea la instancia mediadora entre las diferencias, es
decir, que contribuya a construir lo común desde lo diverso? ¿Cuál es el límite
de los disensos identitarios?
Ver la interesante iniciativa boqueronvalley
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